viernes, 7 de mayo de 2010

Los ancianos y la terapia Floral


Si el abismo fue un cielo
Que cayó de espaldas
o, el cielo, es otro abismo
Que viene cayendo
boca abajo,
para ti el mar
será un diluvio
Que alcanzó la vejez
Nemer Ibn El Barud


Ingresar a un Hospital para un tratamiento gerontológico resultó para mi una experiencia sumamente reveladora. Aquel día mi padre ingresó con una problemática que lo obligó a ser internado. Los quince días en que lo acompañé en su enfermedad y todas las otras ocasiones en que concurrió para controles no pude evitar sentirme invadida por sentimientos y reflexiones sobre todos esos ancianos que allí se encontraban por numerosas enfermedades.
Transcurrían con sus cabelleras plateadas por el paso del tiempo, apesadumbrados, cansados, silenciosos, pacientes y cabizbajos. Algunos se enredaban en largas conversaciones que terminaban en monólogos y otros con sus gastados bastones buscaban sostener sus sombras y penares.
En otra Obra - que antecede a la presente- , afirmábamos algunos conceptos que nos gustaría volver a rescatar desde la mirada de nuestros “queridos y entrañables viejitos”.
Aquel libro, “Flores robadas en los jardines de Bach. Un acercamiento de su legado al alma de los niños de hoy - plantea en su título la relación con una famosa y olvidada novela literaria argentina - que llegó en aquel momento a mi mente de manera inusitada y que se remontaba a explicar metafóricamente la inocencia del niño cuando corta flores robadas de un jardín. Un juego clandestino en el que el alma inocente podía permitirse libremente disfrutar de la travesura y aventura de cortar flores bellas, pequeñas, olorosas, invasivas, rústicas, pero flores al fin.
El título de este trabajo que les proponemos se conecta con el anterior texto, pero no pretende convertirse en un “compendio” de colección sobre el legado de Bach y los diferentes tránsitos por esta vida, pero si imaginar como él interpretaría la enfermedad en una persona mayor de edad.
De manera fantástica Borges relata a la vejez, afirmando con su notable modo de expresarse: “La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) puede ser el tiempo de nuestra dicha. El animal ha muerto o casi ha muerto. Quedan el hombre y su alma. Vivo entre formas luminosas y vagas que no son aún la tiniebla.”
De la misma e impecable manera, relata la relación con su bastón reflexionando:” Lo miro. Siento que es una parte de aquel imperio, infinito en el tiempo, que erigió su muralla para construir un recinto mágico. Lo miro. Pienso en aquel Chiang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño. Algo, sin embargo, nos ata. No es imposible que alguien haya premeditado este vínculo. No es imposible que el universo necesita este vínculo…”
Esta imagen de la “sombra de la vejez y el bastón”, el enfrentarse del cuerpo y el alma tan común en la vida de un anciano me llevó a reflexionar sobre la temática de la enfermedad. Imaginé ese vínculo entre anciano y pesar físico – sostenido por el bastón- en los cansados cuerpos de esta vida terrenal y en el significado que Eduard Bach le daría desde su mirada y a través de la interpretación de su legado.
Si hay alguien que nos dio un maravilloso jardín de flores que trascendió con su uso y aplicación los floridos campos, ese fue Eduard Bach. Si él viviera lo imagino dejando que los ancianos lentamente recorran sus jardines para permitirles tomar de él lo que el alma marchita necesita para continuar su camino a la eternidad.

El problema que para las familias suponen las personas de edad avanzada se plantea incluso en lo más elemental: no sabemos ni cómo referirnos a ellas. Tercera edad, personas mayores, viejos, abuelos, ancianos... Cada expresión tiene sus connotaciones, la elección no es baladí. En el fondo, este problema de denominación manifiesta la incertidumbre que padecemos ante los grupos socialmente menos favorecidos, o marginados de la vida cotidiana. ¿Dónde los colocamos? ¿Cómo los valoramos? ¿Cómo los tratamos? ¿Qué hacer para que no se automarginen, para que intervengan en el devenir de la sociedad? Un matiz importante: este desconcierto ante el fenómeno de la vejez lo muestran las familias y las generaciones más jóvenes, pero también las propias personas de edad avanzada.
La vejez es inevitable y forma parte del camino y del andar de cada ser humano. La enfermedad en la ancianidad, si bien tiene un patrón “natural” que se vincula al paso del tiempo, es un proceso -a menudo- largo y penoso que habitualmente se relaciona con la edad de la pérdida. La menor capacidad de recuperación y adaptación al inevitable deterioro y los cambios que se producen en los diversos órganos los enfrenta a una realidad dura y difícil de sobrellevar por los que el sistema floral de Bach puede brindar una ayuda significativa a la amenaza del paso del tiempo.
A través del pensamiento de Eduard Bach me propongo rescatar el profundo sentido que el creador de la terapia floral intentó transmitir a cada alma – y en este caso a la de los ancianos- como una vía “iniciática de crecimiento como hombres “ que tal vez estos cansados hombres no supieron o no pudieron comprender.
Durante últimos años mi preocupación giró en torno a varias consultas con médicos sobre la salud de mis padres, y las esencias florales que intenté utilizar para con ellos traté de pensarlas desde una visión profunda –iniciática al decir de Bach-

Tal como alguna vez expresara Bach a sus colaboradores,”…hay momentos como este en que espero ser convocado a dónde no sé”. Este pensamiento creo que se enrola dentro de la posibilidad de seguir ahondando sobre la vida de Bach, de superar definitivamente la agotada descripción de esencias florales para adentrarnos más en el “saber sobre el alma”, ser convocados a seguir trabajando para erradicar la ignorancia y para comprender a Bach en la profundidad de su pensar que, por cierto, se ha ido desdibujando con el paso del tiempo. Este libro pretende rescatar algo más que una fórmula floral para los ancianos, se enrola en la idea de brindar un humilde aporte a reencauzar el contenido de su obra.
Como afirma el Dr. Grecco, si el terapeuta en lugar de querer ser médico aprende a ser terapeuta, si en lugar de pensar en prescribir síntomas, se asume como transmisor de luz, si en lugar de soñar que él es el timón del proceso terapéutico, se relaja y se entrega a cumplir humildemente el mandato de su alma, que lo ha llevado al lugar donde está, a hacer lo que debe hacer, que es facilitar el camino de evolución de un semejante descarriado, si todo esto ocurre, entonces, la prescripción dejará de ser una cuestión técnica (cuya preocupación está alentada por hacer bien las cosas) para convertirse en un arte, y el terapeuta floral dejará de funcionar como un profesional que ejerce una actividad para transformarse en un creador que produce belleza, dado que, la salud, es la belleza de la personalidad, como el amor la del alma.

Eduard Bach encuadra a la enfermedad desde una óptica diferenciada, la misma no es vista como una cruel y fatídica realidad a la que hay que asumir, combatir y curar, sino un llamado del alma. Para darnos la oportunidad de reflexionar sobre nuestra personalidad y su distanciamiento de los designios de aquella. Bach, al igual que Paracelso o Hahnemann, afirmó que si los aspectos mental y espiritual se encuentran en armonía, la enfermedad no puede existir y que se puede juzgar la salud a partir de la felicidad.
Así como en nuestro anterior libro nos permitimos imaginar a Bach dejando que los niños corten flores libremente de un campo, ahora me permito discurrir sobre un paseo juntos entre Bach y un anciano,- quizás con un bastón de por medio- pero manteniendo el mismo intenso interés: permitir a estos entretenerse en sus largos días plagados de molestias, amenazas, soledad y cansancio con pequeñas flores que al sostener en sus esperanzadas manos se han convertido en mustias y lánguidas.
Como afirma Godofredo Daireaux: “Flores hermosas, las del deseo ¡purpúreas, enormes, y de perfume embriagador! El viajero anheloso se apura, sube, se trepa sin sentir el cansancio hasta la cima, de donde parecen inclinarse hacia él, iluminando el horizonte. Extiende la mano, toma de ellas un ramillete...
...El ramillete ya está ajado; sus colores han palidecido, sus pétalos se cierran, su perfume se evapora; ya no es la flor atrayente del Deseo; es la flor severa de la Realidad. La conserva el viajero; y mucho tiempo después, las volverá a ver, incoloras, con su perfume tenue y deliciosamente apagado de flores marchitas del Recuerdo.
Y si se da vuelta, verá que en la planta han quedado otras, purpúreas todavía, pero de una púrpura deslucida, triste, y cuyo perfume, a la vez suave y amargo, desconsuela. Son las flores del Pesar; también, en otro tiempo hermosas flores del deseo, dejadas ahí por descuido, por desdén o por olvido, por no haber podido o por no haber querido, también por no haberse atrevido quizá, o por no haber sabido.
Convengamos que la imagen que sobre la vejez que trasmite las sociedades económica y socialmente desarrolladas dista mucho de resultar atractiva o envidiable. En parte, puede explicarse por la decepción de contemplar que se va perdiendo el sitio, el protagonismo, el poder físico, intelectual, sexual, económico, laboral, pero no olivemos, como afirma el notable escritor Matsuo Bashoo,

…que la mariposa recordará por siempre que fue gusano….

Graciela

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy

Elogio de la Sombra
Jorge Luis Borges